Ver la tumba desde el verdor del zacate y con los zapatos limpios, dista mucho de saber lo que se siente dos metros bajo tierra, donde el aire sofocante y húmedo, oscurece el provenir de un enterrado vivo.
Ajenos a esto, muchos llegan al sepelio a observar con morbo cuál doliente muestra más sufrimiento y hasta esperan algún posible drama con reclamos o declaraciones al difunto. Otros, se acercan con el único interés de reencontrarse con viejos conocidos y complacerse con que a ellos les ha afectado más los implacables años.
Una tarde, después de visitar a mi amiga Rosario, quien no salía de una fuerte gripe, comenté con mi familia su penosa situación. Luego, sin darnos cuenta, recordábamos a los que ya habían dado su último paseo por la tierra. Esto afectó a mi padre, quien insistió, la muerte es y será siempre macabra y solamente los que se dicen adoradores de entes paranormales y los que yacen forzados en sus camas, como en una lápida prematura, la ven como la mejor creación.
Así, terminamos pintando la noche de un panorama lúgubre, saturado de espejismos cadavéricos con los que hasta las cortinas tiemblan.
Nos dimos las buenas noches y nos retiramos a los dormitorios.
Dos horas después, sentí una asfixia que me obligaba a respirar por la boca. Los bronquios sonaban como violines desafinados. Me agarré de la sábana esperando que ella me abriera un canal de oxígeno hasta mi garganta. Pero nada mejoró. Entonces mis uñas se aferraron al colchón hasta sacarle las tripas.
Después me entró una fiebre que podría reventar un termómetro, y me provocó escalofríos que sacudían la cama. La intermitencia de la temperatura y mi falta de aire me hicieron sucumbir.
Mi madre llegó a la habitación y, al verme en ese estado, despertó al resto de la familia. Llamaron a un médico quien dictaminó, estaba en coma. Pero aun con mi cuerpo inerte, yo seguía alerta y oí a todos lamentándose.
El aire apenas se filtraba hasta mis pulmones y mi corazón latía tan suave que solo se iba a escuchar con un estetoscopio; aún así, yo confiaba en salir de esta. De pronto sentí como si un bulto muy pesado cayera sobre mí y me robó el aliento. Ahí perdí la conciencia. Cuando la recobré, mi familia lloraba a mi alrededor.
Quise tranquilizarlos, pero me fue imposible hablar. Mi hermana repetía insistentemente la frase que casi me despertó del coma: Señor, ¿por qué te lo llevaste tan pronto?
¿Muerto? No, estaba consciente. Quise asegurarme y respiré fuerte para oír el viento pasar por mis fosas nasales, pero no escuché nada.
Estoy con catalepsia, me dije. Recordé que alguien comentó que se puede salir de este estado, con solo mover la lengua, pero no pude ni despegarla del cielo de la boca.
Nuevamente llegó un médico, este me esculcó como si fuera un arroz con mariscos frente a un niño. Luego, con voz retraída, dio la sentencia: Lo siento, ya no hay nada qué hacer.
Corrieron a preparar mi entierro, tal vez, como forma de olvidarse próntamente de la desgracia.
La actividad religiosa terminó y me llevaron en el carro fúnebre hacia el cementerio. Yo quise detenerlos, abrir el féretro y decirles que estaba vivo. Pero no pude mover ni un párpado. Así que el entierro seguía.
Llegó el momento más espeluznante: pusieron el ataúd en el suelo. Si mi familia creía sufrir, era porque no ocupaban mi sitio.
A pesar de la crítica situación, yo guardaba una pequeña esperanza: que abrieran la ventanilla de la caja para dar el último vistazo al cadáver. Quizá alguien percibiría el terror en algún músculo de mi cara. Pero no pasó.
Entonces me concentré para multiplicar mi peso por mil, y así entorpecer el entierro. De esta manera, pensé, deberán buscar una grúa para moverme y yo iba a tener unos minutos más para despertarme. Pero fracasé en el intento.
Con mil acrobacias empezaron a bajar mi lujosa caja, proveniente, sin duda, de la mejor funeraria. La suavidad del terciopelo era tal, que casi invitaba a quedarse, por lo que pensé, si salía de esta, compraría un ataúd como cama.
Llegué al fondo siniestro. Me tiraban sobre la tapa las coronas y ramos de flores que mis amigos llevaron. Ahí comprendí la frase tan trillada de las madres en su día: cuando me muera no me lleven flores, dénmelas ahora que las puedo ver.
Después, oí el sonido hueco de algunos terrones sobre mi ataúd. Le siguió una lluvia de puñados de tierra, los que, como había visto en algunos entierros, lanzan los niños con alegre sadismo, acabando con la extinta relación entre el difunto y la luz
.
Continué visualizando, los chicos se corren para que los hombres con sus palas me den la nefasta estocada.
Cuando me vi solo en la fosa, en el cementerio y en el mundo, empecé a suplicar. Primero lo hice en susurro. Luego fui subiendo el tono hasta acallar las sirenas, y mis gritos me despertaron.
¡Estoy vivo! ¡Todo fue un sueño!, me repetía una y otra vez.
Percibí en la humedad de mi ropa, el pánico que había vivido. Respiré hondo. Abrí los ojos para encontrarme con mi nueva vida, pero aunque los tenía abiertos, todo continuaba oscuro. Me quise incorporar pero la tapa del ataúd seguía ahí. La empujé y no cedió. Tomé conciencia de que ahí empezaba mi verdadera pesadilla. Estaba despierto y aún en el ataúd.
Comencé a asfixiarme y los oídos me zumbaban, mis temblorosas manos apenas podían palpar la madera. Golpee la tapa con las rodillas, hasta sangrar. Luego seguí empujando con mi cabeza, pero me produjo un fuerte dolor. En ese momento, recordé una película de un enterrado vivo, donde yo sufrí más que el protagonista.
Traté de recordar cómo había resuelto él la situación, pero el miedo me bloqueó y solo podía repetir: ¡esto no me puede estar pasando a mí!
Desesperado, empecé a gritar y a clamar. Invoqué a los seres de todas las religiones para que me auxiliaran. Segundos después, escuché abrirse la puerta y la luz llegó hasta mi tumba. Con lesiones, sangrando y mis nervios a reventar, me encontró mi madre debajo de la cama.